Seguramente el lector se haya sorprendido al leer el título de este artículo. A fin de cuentas, el nombre de Napoleón Bonaparte ha conseguido trascender las barreras del tiempo y penetrar en la conciencia popular de una manera que muy pocos personajes históricos han logrado hacer. Cualquier persona, aunque no esté familiarizada en lo más mínimo con el estudio de la Historia, conoce, aunque sea de oídas, al hombre que dio nombre al capítulo de la historia de Europa que transcurre entre 1799 y 1815. La fama del Pequeño Cabo es un fenómeno excepcional, habiendo recorrido el mundo ya durante la vida del Emperador y no apagándose desde entonces. Todos los libros de Historia mencionan al corso que surgió de la Revolución para adueñarse de ella, proclamarse Emperador y acabar derrotado y exiliado en un remoto peñón en medio del Atlántico. Las apariciones de Napoleón en la cultura popular son innumerables y la abundancia de libros que hay sobre su persona era ya en su propia época inmensa.
Sin embargo, no hay que olvidar que tras esta fama casi sin paralelo en la Historia existe una figura histórica de gran complejidad que, para colmo, existió a su vez en un período histórico tan complicado de entender como es la Revolución Francesa y sus consecuencias. Era por tanto inevitable que una figura con tanta fama acabase prestándose a deformaciones y malas interpretaciones más o menos deliberadas, muchas veces para servir a intereses de toda clase. Al final, todo el mundo ha creado su propio Napoleón, alimentando en el proceso la fama del corso forjándole una leyenda con mil caras distintas. El mismo Emperador era consciente en vida del tirón que tenía su figura y hasta su muerte se dedicó con esmero a cultivar y mantener una reputación.
Es por eso que la figura de Bonaparte se ha ocultado y mezclado con su propia leyenda en un altísimo grado. Sin embargo, debajo de la máscara de la leyenda se encuentra algo mayor: un enigma gigantesco, una contradicción única en su época que el propio Napoleón explotaría hasta el extremo, facilitando así la aparición de los diferentes Napoleones arriba mencionados. Entender estas contradicciones internas implica entender y conocer plenamente al auténtico Bonaparte. Reflexionar en lo posible sobre esta contradicción es la intención del autor de este texto, el cual desgraciadamente sólo puede presentar su amor por la Historia como credencial ante sus lectores. Sin embargo, el autor confía en que esto sea suficiente para legitimar sus pensamientos y valoraciones sobre Napoleón.
Con todo, antes de conocer al Emperador hay que rasgar el velo de leyenda que le envuelve. Es por eso que debemos abordar a los Bonapartes antes de conocer a Napoleón. E indudablemente el número de estos creados por el tiempo es elevado. La creación de estas representaciones semi ficticias se remonta a la propia época napoleónica, cuando tanto detractores como partidarios de su figura se encargaron de crear grandes narrativas entorno a ella y el propio Napoleón formaría un inmenso aparato de propaganda para controlar su fama. Aunque la cantidad de interpretaciones sobre Napoleón es enorme, hay una serie de grandes corrientes entorno a su figura claramente identificables.
El primer Bonaparte, y tal vez el más antiguo, es el Napoleón heroico. Napoleón como paladín de la Revolución y como héroe liberal. Esta imagen surge durante la campaña de Italia. La juventud del entonces general, su origen y ascenso, sus inesperados éxitos militares y la manera (a veces de dudosa legalidad) en la que propaga los ideales de la Revolución presentan a Bonaparte como un irresistible héroe, reputación ayudada por las grandilocuentes proclamas del general y una propaganda bien dirigida. Esta imagen de Napoleón como héroe romántico y rebelde generaría sensación en los salones de París y en media Europa, llevando a toda su generación, desde Madame de Staël a Beethoven, a quedar prendados del Cabito. La Expedición a Egipto no haría sino dar un atractivo orientalista y exótico a la figura de Bonaparte y acercarle en el imaginario colectivo a las figuras de los grandes conquistadores de la Antigüedad, como Alejandro o César. Este Napoleón heroico es el Napoleón de Stendhal al que Beethoven dedicaba sinfonías, aquel al que Madame de Staël llamaría Robespierre a caballo y que hace suspirar a Fabricio del Dongo y exaltarse a Mario Pontmercy. No obstante, esta fama empezó a volverse incómoda tras el 18 de Brumario, y en el Imperio se abandonaría de manera progresiva.
La púrpura obligaba a Napoleón a forjarse una imagen más conveniente, y poco a poco fue cambiando cómo se presentaba. Del general rebelde y desmelenado de Italia pasamos al Emperador mesurado y sereno, el hombre que había restaurado la paz y el orden en Francia y había purificado a la Revolución de sus pecados. Bonaparte cada vez se aleja más de las armas y según avanzan los años intenta presentarse como un monarca civil, aunque su fama de guerrero nunca le abandonó. Si el héroe viene de un Napoleón que quería ascender y labrarse una fama, el gobernante viene ahora de un Emperador que busca presentarse como un compromiso entre los nuevos y los viejos valores, como una opción razonable y tolerable para las potencias y las gentes de Europa. Quizá el ahora Emperador decepcionase a la juventud romántica de Europa, pero sus promesas de orden y paz atraían a las masas tanto o más que las gloriosas campañas de antaño. Bonaparte ahora era el mediador entre los pueblos y los reyes, reforzando el cesarismo y su representación como una suerte de hombre providencial y necesario. César se convierte en Augusto y pronto el Emperador deja de defender la Revolución para defender Francia. Sigue recurriendo a la guerra, pero cada vez hace más esfuerzos por presentarse como la víctima de agresiones externas o como el garante del concierto europeo frente a potenciales desestabilizadores.
Estas dos tradiciones y visiones se mezclaron durante los Cien Días de forma extraordinaria: Napoleón realizaba su último acto heroico en pro de la gloria de Francia. Lo espectacular de su fracaso no hizo sino acentuar su carácter de héroe trágico y verdaderamente Waterloo y Santa Elena acaban siendo la apoteosis del corso. Esta fusión sería la base de lo que podríamos llamar leyenda rosa napoleónica, la cual quedaría consagrada en su versión más clásica y elemental en el Memorial de Santa Elena. Esta leyenda rosa sería reivindicada por liberales y nacionalistas--principalmente franceses, aunque hubiese algunos extranjeros. En 1830 y 1848 no habría problema con ello porque el liberalismo y el nacionalismo aún parecían dos fuerzas indisolublemente unidas contra la reacción europea. El Retour des Cendres es un claro ejemplo de eso. Sin embargo, según se desenvolvía el siglo XIX, la política iba a poner a Napoleón en una nueva posición: el desarrollo del movimiento socialista y la constitución del Segundo Imperio asignarían a Napoleón a posiciones políticas más burguesas mientras que los communards se encargarían de derribar su estatua de la columna Vendôme. Asimismo, la separación del nacionalismo del liberalismo haría que cada cual se esforzase en resaltar una cara del Emperador. Mientras los primeros recordaban Austerlitz y el Imperio, los segundos preferían recordar Arcole y Rivoli. Según pasó el tiempo, los políticos burgueses irían consagrando cada vez más a Napoleón como tótem y héroe nacional de Francia, convirtiéndose su nombre en sinónimo de la gloria de Francia y de sus ideales, tanto de la libertad como del orden.
Sin embargo, los detractores de Napoleón también construyeron sus propias perspectivas en relación a la epopeya napoleónica. Por una parte tenemos la crítica desde la reacción. Esta existe en contraposición casi directa al Napoleón heroico de la leyenda rosa. Los viejos reyes de Europa crearon pronto la imagen de Napoleón como un aventurero, un usurpador que había robado la corona a los príncipes legítimos y un monstruo jacobino que buscaba trastocar el mundo entero con su desmedida ambición. Esta visión de Bonaparte, sin embargo, iría evolucionando de la mano de la contrarrevolución, y como dijo Victor Hugo, esta acabó siendo liberal contra su voluntad. Frente al expansionismo pan europeo de Napoleón, las viejas casas reales apelaron al espíritu de independencia de los pueblos y no tardaron en tildar a Napoleón ya no sólo de usurpador sino también de déspota y tirano, recordando la muerte del duque de Enghien.
Chateaubriand es el más claro ejemplo de esta crítica desde la contrarrevolución y en De Buonaparte y los Borbones expone lo que se podría considerar la imagen que tenía la contrarrevolución del Emperador. Llama la atención la manera en la que Chateaubriand también intenta desligar a Napoleón de Francia considerándole un aventurero italiano de "familia medio africana" en contraste con los muy franceses Borbones.
Esta censura al despotismo de Bonaparte enlaza con lo que podríamos llamar la perspectiva de Napoleón "desde la izquierda". Esta imagen tiene su génesis en la oposición jacobina y republicana a Bonaparte, y ya resuena en los gritos de dictador que se oyeron en Saint Cloud el 19 de Brumario del año VIII. Aquí, Napoleón es presentado como un dictador militar, un traidor a la Revolución y un cínico expansionista que con su ambición malogró los logros de la Revolución, precipitando el retorno de los Borbones y arruinando Francia. El restablecimiento de la esclavitud y la subsecuente expedición a Haití, el aparato policial desarrollado bajo la atenta guía de Fouché, la liquidación efectiva del sufragio, la creación de una nueva aristocracia y su flagrante nepotismo se señalan como maneras en las que contribuyó a destruir el proyecto revolucionario. Asimismo, Bonaparte es para sus opositores un megalómano expansionista y cínico capaz de arrastrar a Europa a quince años de guerra constante solamente para alimentar su ego y sus delirios de grandeza.
Fuera de Francia, la crítica contra Napoleón fue mucho más uniforme y se centró principalmente en el expansionismo militar napoleónico. El Ogro de Córcega pasó rápidamente de ser el liberador de los pueblos a ser el opresor de las naciones y su alargada sombra sería el coco para los nacionalismos europeos en los años venideros los cuales surgieron precisamente en gran medida como reacción a ese expansionismo francés. Exceptuando Polonia, donde Bonaparte sigue siendo poco menos que un héroe nacional, en toda Europa, desde Cádiz hasta Moscú, fue el rechazo a Napoleón el catalizador para el nacimiento de los nacionalismos.
La eventual disolución de la reacción europea ante el paso de la Historia hizo que su crítica a Napoleón fuese absorbida por la crítica de izquierda, la cual sería expandida y desarrollada posteriormente desde las perspectivas democráticas y socialistas hasta el punto de que Lenin ya cien años después del fin de la epopeya napoleónica llamaría a su protagonista "estrangulador de la libertad" y "verdugo de los trabajadores". Así, Napoleón se convirtió en sinónimo de déspota, invasor y megalómano. Esta imagen de Bonaparte como un tirano cruel y trastornado constituye lo que podríamos llamar leyenda negra, aunque, al igual que la leyenda rosa, esta ha ido evolucionando con el tiempo, siempre entorno a los dos puntos centrales de Napoleón como dictador liberticida y como megalómano imperialista.
Como se ha dicho ya, ambas leyendas (las cuales no deben en absoluto tomarse como bloques monolíticos) han ido desarrollándose progresivamente. Esto se debe a que en los últimos dos siglos todos los partidos y los individuos han proyectado las cuestiones y preocupaciones de su época en Bonaparte, contribuyendo a una leyenda u otra y en el camino moldeándola poco a poco. Así, vemos claramente como la opinión generalizada sobre Napoleón lleva oscilando como un péndulo desde prácticamente la abdicación del Emperador. Si hacemos un breve repaso cronológico, vemos como inmediatamente después de la segunda caída de Napoleón la leyenda negra era la opinión generalizada. La nueva Francia de Luis XVIII y Chateaubriand repudiaba al tirano revolucionario y abrazaba la estabilidad y calma de la tradición y los legítimos reyes; aunque estos, irónicamente, tuviesen que hacer concesiones en su poder. Sin embargo, el avance del siglo traería el ascenso del liberalismo, el cual haría de Napoleón su santo patrón, recuperando la leyenda rosa. La publicación de múltiples memorias y otros textos escritos por parte de testigos y participantes de la epopeya napoleónica con un claro espíritu a veces casi hagiográfico, así como la nostalgia por los días de gloria de muchos veteranos, ayudaron a la recuperación del "buen" Napoleón, percepción que quedaría reforzada y consagrada tras los éxitos liberales en Francia de 1830 y 1848. Empero, la llegada del Segundo Imperio significaría otro cambio en la dirección del péndulo. La crítica al autoritarismo de Napoleón III haría a la gente recordar que Luis Bonaparte no era más que una repetición de su tío, y el Napoleón dictador de la leyenda negra vuelve a aparecer, aunque el Segundo Imperio se esforzase por prevenir este movimiento del péndulo.
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