Ahora que ya hemos apartado de nosotros las sombras del falso Napoleón, podemos proseguir nuestra investigación. Sin embargo, en el curso de esta nos encontramos, al igual que Edipo, a una esfinge perturbadora que nos presenta su enigma: ¿Cuál era la relación de Napoleón con la Revolución? ¿Fue su salvador o su destructor? Este acertijo que nos presenta la esfinge es la clave fundamental para intentar revelar al verdadero Napoleón y es el misterio del que brotan todas las leyendas napoleónicas.
Este enigma se puede a su vez dividir en dos partes: Las acciones de Napoleón en relación con la Revolución y sus opiniones e ideales personales. Es decir, qué hizo Napoleón y qué pensaba Napoleón. Ambas cuestiones están íntimamente relacionadas pero deben ser estudiadas por separado ya que, en muchas ocasiones, encontramos que Napoleón no pudo actuar conforme a sus deseos o se vio obligado por las circunstancias a adoptar medidas que tal vez no habría tomado en condiciones normales. Por tanto, si queremos penetrar en el misterio de Napoleón debemos empezar por lo tangible y objetivo, los actos, para luego remontarnos a las justificaciones y causas de estos y cómo se relacionan entre sí.
Antes de juzgar el impacto de las acciones de Bonaparte sobre la Revolución, hay que conocer sobre qué legado trabajó exactamente. La Revolución Francesa no es un suceso monolítico, a pesar de la imagen de ella creada por el mito republicano-liberal, sino que contuvo un millón de corrientes y personajes con muy pocos objetivos en común y dispersos a través de una década de cambios vertiginosos en la situación de Francia. Toda investigación sobre si las acciones de Napoleón destruyeron o conservaron nada deben partir forzosamente del estado de la Francia del Directorio y no de etapas previas o de imágenes edulcoradas de la Revolución más típicas de la leyenda negra napoleónica o el mito republicano-liberal de la Revolución.
El primer plano que debemos estudiar es el de las instituciones. Para bien o para mal, el estado francés moderno es obra de Napoleón; sin embargo, habría que ver en qué medida se alineó esta labor institucional y legislativa con el espíritu y el trabajo previo de la Revolución. Naturalmente, en el transcurso de los diez años que hay entre el Juramento del Juego de Pelota y Brumario podemos encontrar posiciones políticas de todo tipo, desde el constitucionalismo moderado de Lafayette hasta el protocomunismo de Babeuf. Por ello, se debe estudiar cuales fueron las principales características ideológicas e institucionales del Directorio para entender como fue la evolución verdadera en Francia bajo el mando de Bonaparte.
Aunque la intervención de Napoleón en política se remonta a cuando todavía era el general Vendimiario, podíamos encontrar el origen de la acción puramente ideológica e institucional en el golpe de Fructidor; en este golpe, aunque la participación de Bonaparte fuese limitada y a distancia, ya podemos apreciar un interés que va más allá de la pura ambición de un general novato por medrar y que podríamos llamar incluso "ideológico". Así, en el 18 de Fructidor encontramos el inicio de una acción política e ideológica puramente napoleónica que no acabaría sino con la segunda abdicación del Emperador en 1815.
Esta acción napoleónica, aunque adopte varias formas que estudiaremos después tanto en su relación con Francia como con la Revolución, parece tener una tónica constante: el apoyo al autoritarismo creciente, tendencia que sólo parece revertirse durante los Cien Días con el Acta Adicional, aunque este es un caso excepcional dado en unas circunstancias extraordinarias. Este respaldo continuado a una creciente centralización del poder, justificada de diversas maneras a posteriori, es el marco general en la que se puede encuadrar la mayoría de la acción política de Bonaparte.
El tipo de régimen político que impuso Bonaparte en Francia es, desde el mismo 18 de Brumario, la dictadura. Este es un hecho indiscutible. Todas las medidas políticas tomadas por Napoleón entre el 18 de Brumario y su primera abdicación buscan concentrar el poder en su persona y en la nueva élite imperial. Ya sea la supresión del principio electivo y la creación de las prefecturas, el establecimiento del sistema de notables, el sometimiento de la magistratura al ejecutivo o el crecimiento de los ministerios del Interior y Policía, sin contar la concentración de un poder ejecutivo cada vez más hinchado en manos de un solo cargo vitalicio y hereditario.
Queda claro que el apoyo de Bonaparte al autoritarismo es algo indiscutible y que se puede apreciar en buena parte de su obra institucional pero eso realmente no demuestra nada en su relación con la Revolución, aunque nos acerca un paso más a dilucidar la auténtica naturaleza del asunto. Ahora la esfinge nos presenta dos nuevas preguntaste: ¿Cómo de compatible era el autoritarismo con la Revolución en la época del Antiguo Régimen? O, lo que es lo mismo ¿supone el Imperio una simple restauración del Antiguo Régimen? Y otra pregunta íntimamente ligada pero cuya respuesta implica descubrir una dimensión mucho más personal del propio Napoleón: ¿Cómo de necesario era este autoritarismo?
Para responder a la primera cuestión debemos ver el origen de este autoritarismo porque, si bien Napoleón fue el gran abanderado de este y quien lo llevó a su extremo--el Imperio--, podemos remontar su nacimiento al propio Terror jacobino. Aquí, naturalmente, habrá voces discordantes que apelarán a la nunca aprobada Constitución del año I y a los valores democráticos para demostrar que el espíritu que animaba a los montagnards era el de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad; aunque si bien esto es cierto en el plano de las ideas y de las instituciones, el ejercicio indiscriminado de la violencia por parte del Comité de Salvación Pública es un autoritarismo en los hechos, un autoritarismo para la defensa de la República jacobina. El matiz de jacobina es aquí muy importante ya que, en contra de lo que algunos podrían pensar, Robespierre y sus compañeros no ansiaban una suerte de revolución permanente, sino engendrar una República de la Virtud estable y duradera. La prueba de ello es el arresto de Hébert y sus partidarios, momento en el cual la Revolución "se congeló" y que, hasta según el propio Napoleón, supuso el verdadero punto de inflexión en el proceso revolucionario, revelándose cómo las medidas terroristas de la Montaña fueron, en gran medida, concesiones a las masas revolucionarias parisinas y no locos arrebatos de fanatismo. El gobierno jacobino era eminentemente conservador.
Sin embargo, el verdadero quid de la cuestión lo encontramos en Termidor y en su epílogo, Vendimiario: el paso de la Convención al Directorio es la transmutación del autoritarismo terrorista al autoritarismo puro e institucional, semillas de las que luego surgirían el Consulado y el Imperio. La diferencia principal es que, exceptuando el inicial Terror Blanco, los medios que usa el Directorio ya se diferencian del terrorismo jacobino en que están favorecidos por un marco institucional mucho más limitado y se usan de una manera mucho más quirúrgica y planeada, más plenamente política.
El estudio del ejercicio del poder en el Directorio es un tema muy amplio que podría dar para mucho debate, pero lo que aquí nos interesa no son tanto las medidas concretas sino la intención de estas. Por una parte tenemos la Constitución del Año III, la cual, aunque daría para mucha discusión, tiene un espíritu muy claro, especialmente considerando los eventos de 1793-1794: prevenir más excesos revolucionarios sin perjudicar las ganancias adquiridas por la burguesía. Lo que podríamos llamar reacción termidoriana es, aunque reacción, todavía revolucionaria en tanto que termidoriana. Aunque sea cierto que la Constitución del Año III sea en muchos aspectos un retroceso en lo que a libertades y democracia se refiere respecto a la jacobina, esta sigue siendo una constitución plenamente revolucionaria y desafiante para las potencias absolutistas. Si Termidor es una reacción, es una reacción de la burguesía, los nuevos ricos y demás incroyables, no de la vieja aristocracia, frente a los excesos de los sans-culottes y del viejo Tercer Estado en transformación en proletariado quienes, en sus deseos de seguir adelante con la revolución, habían hecho temer a la nueva clase dominante por su posición.
Simplificando, vemos en las tensiones políticas del Directorio a una nueva clase dominante que quiere afianzarse en el poder y que, no obstante, todavía está sinceramente comprometida con su Revolución. Todas las acciones más cuestionables del Directorio, desde el decreto de los dos tercios hasta los diversos amaños de elecciones y los golpes internos, aunque pruebas de un autoritarismo latente y de una tendencia hacia la concentración del poder en el Estado y en el Ejecutivo, muestran un genuino interés en preservar los valores de la Revolución. Es decir, obviando las evidentes ambiciones personales de los diversos actores, esta progresiva centralización del poder era necesaria hasta cierto punto para la preservación del legado revolucionario frente a monárquicos y radicales. Es muy posible que sin estas repetidas violaciones de la ley no se hubiese podido afianzar firmemente el proyecto revolucionario en Francia, como por ejemplo podría haber pasado de haber obtenido los realistas una mayoría en la Asamblea Nacional o incluso de haber logrado los jacobinos recuperar el control de la República. Aunque esto último es puramente especulativo, no cabe duda que, a pesar de sus defectos y carencias, de haber sido el Directorio un régimen más pasivo, seguramente la República Francesa se habría acabado derrumbando ante las presiones externas e internas.
Si entendemos Brumario en su sentido más original, el Brumario de Sieyés más que de Bonaparte, este último golpe buscaba la consecuencia lógica de todas las acciones de los cinco años previos: salvar el legado de la Revolución matando a la República. Esta idea de la Revolución como ente cuasi abstracto separado de la República y de la democracia, idea que en buena parte había sido la que había dominado al Directorio, como ya hemos visto, parece haber sido la que acompañaba a Bonaparte en la Orangerie de Saint Cloud. Sus palabras emitidas en el calor de aquel momento supremo, aunque tal vez más calculadas de lo que quisiéramos, resultan muy reveladoras:
La Constitution, répliqua Bonaparte avec l'accent de la colère; la constitution! Osez-vous l'invoquer? Vous l'avez violée au 18 fructidor, au 22 floréal, au 30 prairial. Vous avez, en son nom, violé tous les droits du peuple. Nous fonderons, malgré vous, la liberté et la République.
Para Bonaparte los derechos del pueblo, concepto difuso que podemos identificar con las conquistas de la Revolución, habían sido violados en nombre de la constitución; es decir, en una línea iusnaturalista, Bonaparte desliga la posesión de derechos de su ejercicio civil. A pesar de todo, la identidad de estos derechos a proteger sigue siendo misteriosa. Afortunadamente, la proclama por la que los cónsules anunciaron la nueva Constitución del Año VIII al pueblo francés apunta en una dirección parecida:
Une Constitution vous est présentée. (...)- La Constitution est fondée sur les vrais principes du Gouvernement représentatif, sur les droits sacrés de la propriété, de l'égalité, de la liberté. - Les pouvoirs qu'elle institue seront forts et stables, tels qu'ils doivent être pour garantir les droits des citoyens et les intérêts de l'État. - Citoyens, la Révolution est fixée aux principes qui l'ont commencée : elle est finie.
Un análisis delicado de estas famosas líneas nos revela el espíritu del bonapartismo: la Revolución ha terminado; ya se han asentado sus principios, ahora hay que garantizarlos ¿Y cuáles son esos principios? El gobierno representativo y los "derechos sagrados", cuya lista encabeza la propiedad (!). Si estudiamos la parte del gobierno representativo, el gobierno napoleónico es la consecuencia directa del Directorio: donde ya se habían diluido las ideas democráticas en favor de sufragio censitario a través de representantes electorales (Título IV de la Constitución del Año III) ahora Napoleón se erigirá en representante universal del pueblo francés, legitimado a través de sucesivos plebiscitos amañados. Por otro lado, la deliberada ambigüedad al definir los "sacros derechos" (La constitución del año VIII no incluiría carta de derechos) mientras que se enfatiza la propiedad y el poder "fuerte y estable". Con esta información y teniendo en cuenta lo ya dicho sobre los años precedentes, se puede intuir el carácter del gobierno napoleónico, pero podemos profundizar más.
En primer lugar, es muy fácil ver quién ejercía el poder en Francia. Las reformas de Bonaparte redujeron la cantidad de ciudadanos con derecho a voto explícitamente a las personas más ricas del país y si analizamos los altos cargos de su administración vemos que hay dos rasgos que predominan: origen burgués y participación en la Revolución, aunque Napoleón de encargase de purgar minuciosamente a los elementos más ideológicos. ¿Es esta la gente de la que se rodea un rey absoluto? No, es indudable que el régimen era burgués y todas sus medidas iban dedicadas tanto a la extinción de la vieja clase aristocrática como al sometimiento del naciente proletariado. En lo que a lo primero respecta, Bonaparte no anuló las ventas de bienes nacionales, no restauró los privilegios de la Iglesia y su Código Civil consolidó una nueva jurisprudencia puramente burguesa que confirmaba definitivamente la abolición del feudalismo. La importancia del Código Napoleón no reside tanto en su contenido, que se deriva de los logros de la Revolución, sino en que el Emperador dispuso del poder suficiente para consolidarlo y, de este modo, sentar los cimientos de la sociedad burguesa que nacía. En su destrucción de la aristocracia feudal Napoleón fue mucho más sutil y materialista que sus antecedores jacobinos pues entendió que la forma de destruirla no era ejecutando a individuos en la guillotina sino imposibilitando las relaciones sociales que la habían sostenido por mil años. Si se critica a la nueva aristocracia imperial, con sus títulos de victoria y sus trajes estrafalarios, no es porque se quisiese traer de vuelta al Antiguo Régimen, sino porque el Nuevo todavía no había forjado su propia oratoria del poder y tenía que recurrir a los espectros del pasado. En cuanto al proletariado, Napoleón endureció las leyes contra las huelgas y asociaciones obreras y restringió considerablemente las libertades y derechos de los trabajadores.
Ahora bien, no podemos perder de vista el significado que tienen estos movimientos en el momento. La espada napoleónica, bajo la guisa heroica de un nuevo César o Alejandro, creó un mundo completamente nuevo y fue la puntilla definitiva al feudalismo que se descomponía. Si Bonaparte fue crucial para forjar las nuevas cadenas de la burguesía, estas eran incomparablemente más livianas que los grilletes feudales y, si bien se mantuvo poco respeto a la libertad y a la democracia, el gobierno de Bonaparte seguía siendo significativamente más garantista e igualitario que sus vecinos--en buena parte porque así suele exigirlo la ley del dinero. En este sentido, Napoleón es la conclusión imprescindible de la Revolución Francesa: la consolidación del régimen burgués en Europa Occidental. Sin los cañones y las bayonetas de la Grande Armée tal cosa abría sido imposible y bajo una República similar a la del Directorio difícilmente podría haber concluido el proceso. ¿Tuvo Napoleón una mano excesivamente dura? Muy posiblemente sí, pero eso es especulación, a parte de que el tratamiento de la oposición política bajo su régimen fue infinitamente más laxo que en los gobiernos precedentes. ¿Es Napoleón el asesino de la Revolución? Depende de cómo lo queramos entender.
Examinando fríamente la cosa, esta pregunta se presenta como absurda. Bajo toda la bella palabrería ilustrada se escondía la pulsión del poder de la burguesía, de la necesidad de superación de un modo de producción que ya no daba más de sí, de la liberación de las fuerzas productivas de la servidumbre feudal y de la victoria de "el egoísmo declarado, incansable y experimentado de la ilustración, al egoísmo local, simple, perezoso y fantástico de la superstición". En este respecto, Napoleón no es que no sea asesino sino que es el mayor paladín de la Revolución. Es indiscutible que fue el enterrador de buena parte del idealismo de los primeros años heroicos de la Revolución, pero este cadáver ya atufaba desde Termidor. Toda la relación de Napoleón con los ideales fue esencialmente pragmática. Los que fueran necesarios o útiles para asegurar el Nuevo Régimen se mantuvieron y fortalecieron, los que no se fueron recortando o abandonando. Entonces, ¿por qué se suele considerar que el Consulado y el Imperio fueron una especie de gobierno de todo el pueblo? Para esto hay dos motivos: la bien engrasada máquina propagandística de Napoleón y el hecho de que, por aquel entonces, los intereses de la burguesía todavía resultaban favorables al resto de clases, en particular frente al viejo feudalismo y, en esta medida, el bonapartismo fue "para todo el pueblo". Si a esto le sumamos la popularidad adquirida gracias a la pacificación del país, las brillantes victorias militares y la suerte de tener cosechas abundantes, la ilusión queda clara.
Por ir concluyendo el artículo, que está empezando a irse de las manos, esta idea del carácter pragmático y burgués del régimen napoleónico nos va a servir de lente para el estudio de facetas concretas de Bonaparte y su época, incluidas las grandes contradicciones de tan inmenso hombre. Ahora que ya estamos bien armados contra los acertijos de la Esfinge podemos proseguir nuestro camino.
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